18.TALLER DE GUION «La escalera de papel». Noveno peldaño: EL GUION (y 3ª)

«El tiempo es únicamente una condición subjetiva de nuestra intuición humana y, en sí mismo, fuera del sujeto, no es nada»

(Immanuel Kant)

El  tiempo

El uso del tiempo en la narración es otro de los factores más importantes a tener en cuenta a la hora de escribir nuestra historia. Puede clasificarse desde tres perspectivas diferentes: en tanto que su duración, su orden o su frecuencia.

Desde el punto de vista de su duración, el tiempo se divide a su vez en diégetico (otra vez este adjetivo) y fílmico, es decir, el tiempo que narra la acción que transcurre en la película y el tiempo real que dura la película.

Normalmente la acción de un film muestra solo las secuencias elegidas para narrar la historia haciendo uso repetidamente de lo que llamamos elipsis (salto en el tiempo omitido en la narración) con el fin de ahorrarnos los momentos muertos o sin interés (o de dosificar una información importante que mostraremos más tarde). Hay elipsis brevísimas, de solo unos segundos, para economizar tiempo (un personaje cierra la puerta de su casa y, en la siguiente secuencia, está conduciendo por la ciudad dentro de su coche, ahorrándonos los pasos intermedios que suponemos que ha tenido que dar para llegar al vehículo y que no tienen mayor interés para la historia). O elipsis enormes como la de “2001, una odisea del espacio” (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968), donde un primate de homínido arroja un hueso al aire y este se transforma en una nave especial, con un salto temporal de unos 3 o 4 millones de años que conforman la elipsis más grande de toda la historia del cine.

Casi siempre, el tiempo diegético es mayor que el tiempo fílmico, porque en una película de por ejemplo 90 minutos (tiempo fílmico) puede contarse una historia que dure 100 años o más (tiempo diegético). En la escena o secuencia, sin embargo, al suceder la acción en continuidad sin saltos de tiempo ni espacio —tal y como vimos en el quinto peldaño: “La escaleta”—, los tiempos fílmico y diegético coincidirán en su duración. Serán por tanto las elipsis intermedias (lo que se omite) entre una secuencia y la siguiente las que irán marcando la diferencia.

Con todo, en el cine existen recursos para dilatar el tiempo, es decir, para que una acción que dure muy poco en la realidad, pueda alargarse. Es el caso del uso de la cámara lenta en el último enfrentamiento del western crepuscular “Grupo Salvaje” (Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), donde la ensalada de tiros final, que en la realidad debería haber durado pocos segundos, se estira varios minutos para poder apreciar con todo detalle las consecuencias de la violenta reyerta.

Por otro lado, películas ya mencionadas en otras entradas como “La soga” o “Buried” igualan tiempo fílmico y diegético, haciendo que la acción narrada dure lo mismo que el tiempo que se utiliza para contarla, o sea, que la propia película.

En cuanto a su orden, el tiempo también puede ser alterado saltando del presente al pasado (mediante el flashback) o incluso anticipándose al futuro (flashforward). Aunque este último recurso sea menos habitual, hay películas como la anteriormente aludida “Pulp Fiction” que hacen un magnífico uso de él. En cualquier caso, el aparente desorden de los saltos adelante o atrás en el tiempo, tienen que servir para ordenar dramáticamente nuestra historia según la estructura que hayamos planteado.

Por último, en cuanto a su frecuencia el tiempo se puede clasificar como lineal (los acontecimientos nunca se repiten, la más frecuente y normal), repetitiva (cuando un acontecimiento, que solo ocurre una única vez en la historia, se muestra varias veces) e iterativa (varios acontecimientos o acciones similares se repiten varias veces a lo largo de la película).

Obviamente, todos estos recursos se emplean para provocar determinadas reacciones en el espectador. Un ejemplo de acción repetitiva lo tenemos en un recuerdo de la infancia que se manifiesta repetidas veces en distintas escenas teñidas de rojo en “Marnie, la ladrona” (Marnie, Alfred Hitchcock, 1964) y que sirven para poner de manifiesto la obsesión traumática de su protagonista (Tippi Hedren). Magnífico arquetipo de iteración es el usado por Orson Welles en las distintas secuencias de desayunos del matrimonio de los Kane, en “Ciudadano Kane”, en los que vamos descubriendo cómo la relación de la pareja se va deteriorando, que años más tarde homenajearía Michel Hazanavicius de idéntica forma en su “The Artist”.

Con todo, como señaló Immanuel Kant, «el tiempo es únicamente una condición subjetiva de nuestra intuición humana y, en sí mismo, fuera del sujeto, no es nada». Es decir, el tiempo es un ente abstracto cuyo avance o retroceso (en el cine) solo podemos manifestar directamente a través de la acción y los diálogos, e indirectamente mediante algunos recursos narrativos como los expuestos anteriormente o a través de los cambios de elementos que intervienen en la acción (decorado, atrezzo, vestuario, iluminación o sonido ambiente). Como por ejemplo el largo plano secuencia del paseo que se da Hugh Grant por el mercado de Portobello en la comedia romántica «Notting Hill» (Roger Michell, 1999) en donde, sin cortar la secuencia (de transición), atraviesa las cuatro estaciones del año.

Para que el espectador pueda apreciarlo (y a veces sufrirlo) nunca está de más incorporar en el guion lo que yo llamo la “bomba de relojería”, el “cronómetro” o “cuenta atrás”, o sea, un elemento que nos ayude a percibir el paso del tiempo. En las películas de acción este mecanismo es casi imprescindible (la bomba que los protagonistas han de desactivar antes de que explote), pero también puede estar presente en cualquier otro género.

En la película de animación infantil “El sueño de una noche de san Juan”, los protagonistas visitaban el mundo mágico de los sueños en el día del solsticio de verano, el día más corto del año, pero con la premisa de encontrar la salida de regreso a su mundo antes de la puesta de sol o quedarían atrapados en su interior para siempre. Para que el público apreciase el apremiante paso del tiempo, además de los recursos indirectos, nos inventamos una orquesta de extraños duendes que tocaban los más raros instrumentos musicales y que aparecían cada vez más frecuentemente (acción iterativa), siempre que alguien pronunciaba la palabra “tiempo” (gag recurrente), cantando una machacona canción cuyo estribillo decía: «¡Tiempo! ¡No queda mucho tiempo!», que, por cierto, en cada nueva aparición apresurábamos acelerando sus revoluciones.

Economía del guion.

Por último, una breve mención a la economía en la escritura de nuestro guion. Por un lado lo que podríamos llamar economía narrativa y por otro la economía productiva.

Con respecto a la narración, todo guionista ha de tener en cuenta tanto el tiempo como el lenguaje cinematográficos empleados y suprimir todo lo que no sea estrictamente necesario. Sé que a veces resulta muy doloroso desprenderse de varias páginas de guion que tanto tiempo nos ha llevado escribir, pero es fundamental evitar la redundancia o todo aquello que alargue innecesariamente el desarrollo dramático de la acción. Hemos de ser muy rigurosos con esta norma, para ello conviene estimar mentalmente la duración de la película y el minutaje de cada secuencia.

En lo que se refiere a la economía productiva, yo siempre recomiendo escribir la primera versión sin ponernos cortapisas (otros vendrán más tarde que lo hagan; productores, por ejemplo). Pero una vez que el guionista sea informado del presupuesto que va a tener el film (o al que cree que puede aspirar), debe ser realista y repasar el guion recortando o, mejor aún, transformando aquello que ya sabe que va a ser irrealizable, y no solo por el presupuesto económico, sino por la calidad y cantidad de medios técnicos que intuye de que se van a disponer.

Si vamos a contar la historia de uno de los 710 supervivientes del hundimiento del “RMS Titanic”, y nuestro guion necesariamente ha de comenzar con dicho naufragio, si sospechamos que será una película de bajo presupuesto, tal vez deberíamos contar el hundimiento “escuchándolo en off”, por ejemplo, desde la sala de radiotelégrafo del “RMS Carpathia”, el transatlántico que recibió el SOS y rescató a los sobrevivientes unas horas después.

Las reescrituras.

¿Qué debemos hacer en cuanto terminamos de escribir la primera versión del guion? Pues bien, lo último que debemos hacer es ponernos a reescribir la segunda versión. ¿Por qué? Muy sencillo, porque si hemos dado por concluida la primera será porque la hemos escrito lo mejor que sabíamos (de lo contrario seguiríamos corrigiendo cosas), de modo que ¿qué vamos a reescribir? En estos momentos, no tenemos perspectiva suficiente para acometer la siguiente reescritura.

Mi recomendación es que, al terminar la primera versión, se elija una de estas tres posibilidades:

– Encargar un análisis profesional a una empresa especializada o a un analista de guiones.

– Guardarlo en un cajón y dejar pasar un tiempo prudencial para leerlo más tarde con otra perspectiva.

– Intentar analizarlo nosotros mismos con espíritu crítico y la mayor distancia posible.

Yo casi siempre elijo la opción B porque, cuando pasa el tiempo, cuanto más mejor, uno mismo se da perfecta cuenta de los errores que ha cometido y aquello que te parecía maravilloso se transforma muchas veces en una exclamación del tipo “¡Oh, Dios  mío! ¡Cómo he podido escribir esto!

Pero ocurre que no siempre disponemos de ese lapso de tiempo providencial de modo que no queda otra que rascarse el bolsillo y acudir a un profesional, opción A. Hay empresas y consultores de guion que, por un módico precio, lo leerán y redactarán un prolijo informe en el que nos darán su opinión y nos indicarán la mejor forma de mejorarlo. Algunas veces estaremos de acuerdo en todo o en parte con sus dictámenes, otras no. Pero, aceptemos o no todas las correcciones propuestas, el análisis nos servirá para hacernos reflexionar y atacar la segunda versión con ideas más claras y frescas. Si no disponemos de recursos económicos suficientes para sufragar este encargo, lo mejor sería darlo a leer a algún amigo, siempre y cuando el amigo sea algún profesional del medio o al menos una persona cultivada, cinéfila y acostumbrada a ver o leer cine.

Si, por fin, no disponemos de tiempo ni dinero (ni tenemos amigos fiables habituados a leer guiones u obras dramáticas), no nos queda más remedio que analizarlo nosotros mismos, opción C. Para ello, sería muy valioso comprobar si nuestra historia cumple las leyes básicas del guion.

Algunas leyes del guion.

En lo que se refiere a leyes, dice un viejo refrán que “hecha la ley, hecha la trampa”. Escribiendo guiones también podemos saltarnos las leyes a nuestro antojo, pero ello no exime de conocerlas. Os expondré a continuación, muy sucintamente, varias de las leyes o reglas que deberíais tener siempre presentes a la hora de leer vuestro guion, aunque solo sea para después poder saltároslas alegremente. Entre otras muchas cosas:

La coherencia, es decir, armonía entre el estilo, el tema, el género, el tono, etc.
 La consistencia o lógica de las acciones, evitando contradicciones.
La verosimilitud del drama, que ya aparecía claramente instituida por primera vez en la “Poética”: «Es preciso en los caracteres, al igual que en la  trama de las cosas, buscar siempre o lo necesario o lo verosímil, de manera que resulte o necesario o verosímil el que el personaje de tal carácter haga o diga tales o cuales cosas, y el que tras esto venga estotro. Es preferible imposibilidad verosímil a posibilidad increíble, y no se han de componer argumentos o tramas con partes inexplicables o inexplicadas».

El  crecimiento de los protagonistas que les hace cambiar y desarrollarse a lo largo de la historia.

Las transiciones o situaciones de reposo (o respiro) de la acción.

La motivación, es decir, que la acción no sobrevenga sin razón (porque sí), sino que siempre esté justificada.

La autonomía de los personajes como sujetos que hagan avanzar la acción y sean origen de sus decisiones y discursos (no dejar nada a la casualidad).

La orquestación y contraste en la acciones y diseño de personajes (opuestos), evitando la repetición y favoreciendo la correcta marcha de la trama.

El avance o progresión continua de la acción.

La tensión siempre presente, o sea, que el conflicto nunca desaparezca hasta la resolución final.

Os recomiendo aquí revisar también el cuarto peldaño, sobre “La estructura”, y comprobar además que todo casa y está en su sitio.

Corre la leyenda de que en algunos estudios de Hollywood sus ejecutivos (y cada vez más productores europeos) aplican lo que se ha dado en llamar la “Norma 20-10-10”. ¿Qué significa esto? Pues que, debido a la falta de tiempo, cuando un guion cae en sus zarpas lo leen en diagonal, examinando solo:

–       Las 20 primeras páginas (hasta el primer punto de giro).

–       Las 10 páginas del medio (5 antes y 5 después del punto medio).

–       Las 10 últimas páginas (desde el segundo punto de giro al final).

No sé si es una leyenda urbana más o tiene visos de realidad pero, por si acaso, cuidad mucho cómo empezáis, mediáis y acabáis vuestro guion, por lo que pudiera ser. El comienzo es excepcionalmente importante y debe enganchar hasta el punto de que estimule el resto de su lectura.

Yo suelo leer los guiones que me envían en horizontal, o sea, tumbado en el sofá de mi casa, pero al menos los leo completos.

Consejos prácticos.

A modo de apostillas, resumiré a continuación unos cuantos consejos que pueden seros de utilidad en vuestra vida profesional como guionistas.

Cuanto más completo y detallado esté el guion, mejor definido estará el estilo de la película. Sin embargo, hay guiones que solo apuntan el desarrollo de la acción e incluso de los diálogos. Son los llamados de estilo abierto (como los de documental), que no suelen gustar a los productores pero sí a los directores-autores.

Ya lo dije pero lo repito: de un buen guion puede (o no) salir una buena película, dependerá en gran medida de la pericia del director. Pero de un mal guion, saldrá siempre una mala película, por muy bueno que sea el director.

Hay conocimientos inherentes al oficio que está bien que el guionista conozca para su trabajo, como por ejemplo: movimientos y posiciones de cámaras, ópticas, leyes del montaje, dirección de actores, técnicas de maquillaje, efectos especiales, etc. Todos ellos os pueden ser útiles en vuestro trabajo, pero no son imprescindibles.

Sin embargos, hay conocimientos y cualidades personales que sí son imprescindibles, a saber: cultura literaria, artística y cinematográfica, sentido del ritmo, seguridad, dotes de observación, perseverancia, paciencia, decisión y, por qué no, buena forma física.

El guionista debe tener algo que decir. Y esto es así porque toda película, además de contar una historia de la forma más interesante y mejor posible, debe transmitir un mensaje al espectador, una posición ante la que el guionista debe tomar partido.

Y, por favor, ¡no cometáis faltas de ortografía! Si no estáis seguros, consultad o dad a leer antes vuestro manuscrito a alguien que os lo pueda corregir. En cierta ocasión me llegó un tratamiento que en la segunda página decía: “Habeces no paraba de hablar mientras comía”. Después de un buen rato de preguntarme quién era ese tal Habeces con nombre de filósofo alemán que el autor había introducido y que no volvía a aparecer en toda la secuencia, me di cuenta de que lo que realmente había querido escribir era: “A veces no paraba de hablar mientras comía”. Llamadme intransigente pero cerré el dossier y no seguí leyendo.

El mejor consejo que nunca nadie te podrá dar en tu oficio es un aforismo que estaba inscrito en el frontón del templo de Apolo en Delfos. Decía aquello de: «Conócete a ti mismo».

El segundo mejor consejo que a mí me dieron jamás me lo regaló, allá por el año 1998, el director y productor (y sin embargo amigo) Santiago García de Leániz. Recuerdo que me dijo: «Ángel, el cine es una carrera de fondo. No llega el que más corre, sino el que más resiste». Desde entonces mi lema ha sido siempre Vincit Qui Patitur, o sea, vence quien persevera. Así que os traslado desde aquí ambas recomendaciones: conoceos a vosotros mismos y perseverad.

En cualquier caso, no os olvidéis nunca de que esto es un juego. Parafraseando al eminente director de teatro Peter Brook que, aludiendo a los actores, les prevenía que «interpretar requiere mucho esfuerzo. Pero en cuanto lo consideramos como juego, deja de ser trabajo», escribir también es un juego, tal y como he tratado de demostrar a lo largo de este libro.

O, dicho de otro modo, un profesional solamente debe trabajar por alguno de estos tres motivos: dinero, prestigio o diversión. Y mientras nuestros guiones no nos den dinero o prestigio, al menos que nos diviertan.

Aquí terminamos las entradas sobre la escritura de guion, pero todavía nos quedan un par de escalones para conseguir vender nuestro guion y que no se quede en el cajón. Con esas próximas entradas terminaré este taller virtual de guion. Mientras vosotros vais escribiendo el vuestro, trataré de explicarlos en las dos próximas semanas cómo me lo monto yo para intentar vender mis historias. La semana que viene: conceptos básicos para la venta y comercialización del guion.

¡Sed felices!

17.TALLER DE GUION «La escalera de papel». Noveno peldaño: EL GUION FINAL (2)

«La metáfora es el vehículo que mueve el mundo del pensamiento»

(Friedrich Nietzsche)

La metáfora.

Una metáfora, como sabéis, es una figura alegórica que consiste en trasladar el sentido de un concepto a otro figurado, sugiriendo una comparación, algo que ya señaló Aristóteles en su «Poética«. En nuestro caso la metáfora se construirá transformando en imagen (o sonido) una idea o concepto subjetivo. Algo así como lo que os encontraréis en los primeros planos del comienzo de «Tiempos Modernos» (Modern Times, Charles Chaplin, 1936) que podéis ver aquí. Un rebaño de borregos pasa bajo cámara en un plano picado de camino al matadero y, enseguida, funde al mismo tipo de plano pero esta vez encuadrando a un montón de obreros saliendo del metro para ir a trabajar a la fábrica. ¿Se puede ser más explícito? Eso sí, si os fijáis, de entre todas las ovejas del rebaño hay una que resulta ser la oveja negra. Seguramente, el mismo Chaplin se reservaba ese papel para él. Como siempre, ¡genial!

Las metáforas nos servirá para contar en imágenes simbólicas acciones reales que, de esta forma, permanecerán más tiempo y harán pensar y reflexionar al espectador haciéndole partícipe.

Aseguraba Billy Wilder, que fue guionista antes que director (entre otros de Ernst Lubitsch), que «al público no hay que dárselo todo masticado, como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones».

Eso es. Habrá espectadores que salgan del cine diciendo que dos y dos son cuatro, pero habrá otros que aseguren que dos y dos son veintidós, que también es cierto. Y esta diversidad de opiniones enriquecerá nuestra historia.

Tal vez esa sea la diferencia de que cuando, hace muchos años, salí del cine después de ver “La jungla de cristal” (Die Hard, John McTiernan, 1988), a pesar de haberme divertido de lo lindo, lo primero que les pregunté a mis acompañantes fue: “¿Adónde vamos a cenar?” Sin embargo, después de ver un film como “Flores rotas” (Broken Flowers, Jim Jarmusch, 2005), que disfruté mucho más (aunque de otra manera), estuvimos hablando largo y tendido sobre la historia e incluso se podría decir que cada uno vio una película distinta.

Esto no quiere decir que una sea mala y la otra buena, porque los conceptos de bueno y malo son subjetivos y dependen de los gustos particulares de cada uno. Para mí, una película es buena si funciona, es decir, si cumple su objetivo y, el principal, será siempre entretener. O, recurriendo de nuevo al genial Billy Wilder: «Si el cine consigue que un individuo olvide por dos horas que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces el cine ha alcanzado su objetivo».

Por utilizar un símil literario, os transcribo lo que escribió el Nobel Mario Vargas Llosa sobre el estilo y metodología narrativa de ese otro Nobel llamado Ernest Hemingway«[…] el detalle central y maestro de su técnica, la elusión, el dato escondido, que, desde la ausencia y la tiniebla impregna poderosamente el relato y lo baña de sugestión y misterio, lo inventó él mismo, el día que decidió suprimir en el cuento que escribía el hecho principal: que, al final de la historia, el personaje se mataba». Con “el cuento que escribía”, Vargas Llosa se refiere a la propia vida del autor, en donde el personaje que se suicida es el mismo Hemingway. Pero quedaos con la técnica: la elusión, el dato escondido, el detalle oculto, eso es lo que hará a nuestro público cómplice de la historia.

Me viene al pelo como ejemplo el final de “No es país para viejos” (No Country for Old Men, Joel y Ethan Coen, 2007) en el que el psicópata asesino a sueldo Anton Chigurh, cuya inquietante interpretación le valió a Javier Bardem un Oscar®, le comunica impertérrito a Carla Jean (Kelly Macdonald) que tenía que matarla porque se lo había prometido a su marido. Cuando, después de una elipsis, Anton abandona la casa no sabemos si ha cumplido su amenaza porque no hemos visto ni oído nada más, tan solo observamos el detalle sutil de que se detiene en el porche para alzar alternativamente ambos pies, ora el derecho, ora el izquierdo, comprobando si tiene sucias las suelas de sus botas. No hace falta contar más. Eludiendo el asesinato y mostrando ese gesto nimio, la mayor parte del público concluirá que se la ha cargado y está examinando su calzado para verificar si tiene manchas de sangre. Pero será el espectador quien tenga que imaginarse el crimen, cada cual de la forma que quiera. Sin duda, la secuencia resulta mucho más sugestiva que si nos lo hubiesen mostrado todo.

El cine está lleno de simbología, de recursos maravillosos que a veces no conseguimos ni apreciar de forma consciente pero que, a pesar de ello, “ayudan a contar la historia”. Para mí fue revelador un seminario de cine al que asistí en julio de 1993, cuando todavía no había escrito ni una línea y me dedicaba a dibujar story-boards y diseñar decorados, en el Centro Galego de Artes da Imaxe (la Filmoteca Gallega), titulado “Despedazar un cuerpo. En torno al cine de terror” que impartía en A Coruña el profesor valenciano Vicente Sánchez-Biosca. En el aquel curso, visionando el principio de “Psicosis”, Sánchez-Biosca me ayudó a percatarme por primera vez de una alegoría que de forma subliminal nos había colado a todos el mago del suspense. Nada más comenzar la película, la cámara se desliza subrepticiamente bajo la persiana casi cerrada de un hotel de Phoenix (Arizona), brindándole al espectador la oportunidad de convertirse en un mirón, como luego lo será también Norman Bates (Anthony Perkins) babeando mientras espía a Mario Crane (Janet Leigh) a través de un agujerillo de la pared de su motel. Ya en el interior, un travelling acaba descubriendo a la pareja formada por Marion y Sam (John Gavin), remoloneando y besándose sobre la cama después de haber hecho el amor, aprovechando el receso de la hora de comer. Ambos están púdicamente a medio vestir, como mandaban los cánones de la época, ella en sujetador y enaguas y él con los pantalones puestos pero el torso desnudo. Marion, en un ataque de puritanismo, le dice a Sam que no pueden seguir así, viéndose a escondidas y a deshora. Marion se yergue y comienza a vestirse mientras le sugiere a Sam, que continúa tendido en la cama mirando a la chica, que han de formalizar su relación y poner fin a aquellos encuentros furtivos. Cuando por fin Sam acepta y se levanta para ponerse su camisa, la cama —que aquí representa, sin duda, el pecado contra el sexto mandamiento: no cometerás actos impuros— sale del encuadre para no volver a aparecer en todo el resto de la secuencia. Tanto es así que, unos segundos más tarde, cuando la pareja abandona la habitación, ambos cruzan claramente (en un plano medio) por donde debía estar situada la cama (bajo el encuadre, fuera de campo), por lo que intuimos que efectivamente ha desaparecido físicamente (seguramente retirada del set para no estorbar el rodaje). Hasta aquí bien. Pero, unas secuencias después, cuando Marion roba el dinero de su empresa, vuelve a aparecer otra cama, esta vez la de su propia casa, sobre la que están la maleta con la que se va a fugar y el dinero robado. Nuevamente, la cama vuelve a sugerir el pecado, ahora contra el séptimo mandamiento: no robarás. La tercera cama que aparece en la película es, como sabéis, la del cuartucho del motel Bates donde se aloja Marion en su loca huida. Marion es asesinada en la ducha y, cuando entra Norman en su habitación, lo primero que hace es limpiar todas las huellas del crimen, entre otras cosas, recogiendo el papel de periódico que hay sobre la cama, donde está envuelto el dinero robado. La cama representa ahora el pecado contra el quinto mandamiento: no matarás. La última cama que aparece en el film es la de la madre de Norman que, aunque vacía, todavía muestra (en un plano cenital) las marcas de un cuerpo encorvado que Norman traslada al sótano en brazos, supuestamente en contra de su voluntad. La cama y el pecado contra el cuarto: honrarás a tu padre y a tu madre (aunque sea la madre que parió a Norman Bates). Bien mirado, si habéis visto la película y conocéis el final, esta cama también podría simbolizar el pecado contra el octavo mandamiento: no dirás falsos testimonios ni mentirás. Porque Sir Alfred era desde luego un gran tramposo, experto en truculencias y mentiras bien contadas, además de un católico recalcitrante al que le encantaba incluir en sus películas este tipo de simbología. En este caso, la cama como metáfora del pecado.

Y, siguiendo con el terror, una de las películas que mayor desasosiego y turbación me produjeron cuando la vi siendo un adolescente fue “Frankenstein” (James Whale, 1931). En concreto ayudó mucho a provocar esta sensación una secuencia en la que la criatura a la que da vida Boris Karloff se escapa del torreón donde está preso y conoce a María, una niña que, en su inocencia infantil, no se asusta de su horripilante fealdad. El monstruo y la niña se arrodillan uno frente al otro a la orilla de un lago y la chiquilla le da un ramillete de flores para jugar a arrojarlas al río y ver cómo flotan. El engendro, regocijado y risueño con el ingenuo juego infantil, acaba lanzando también a la niña al agua, aunque sin un ápice de maldad. María muere ahogada y, al ver lo que ha hecho, el monstruo huye abrumado y confundido. La secuencia es realmente poética y fascinante, sin embargo a mí me produjo una terrible desazón cuyo recuerdo me persiguió durante mucho tiempo.

 

No fue hasta que vi años más tarde “El espíritu de la colmena” (Víctor Erice, 1973), que utiliza esa misma escena como detonante, cuando me di cuenta de que en realidad mi ansiedad no había sido estimulada por el crimen accidental en el que la niña perdía la vida a manos de un ser con un serio retraso mental que, de alguna manera, no era consciente de lo que hacía. Lo que yace oculto en el fondo de la misma, a través de su simbología, es la pérdida involuntaria de la inocencia. Eso y solo eso es lo que significaban —metafóricamente hablando— las flores arrojadas al agua. No en vano, el mismo Sigmund Freud cuenta en su libro “La interpretación de los sueños” que el acto de tirar unas flores, que algún paciente suyo tenía como fantasía recurrente, no significaba otra cosa que, claro, desflorar. Aquel día, también yo perdí mi inocencia.

Os pondré ahora un ejemplo de metáfora mucho más amable: las nubes de nuestra película “Arrugas”. Desde el principio buscábamos una figura visual que nos permitiera introducir en el guion un elemento que recordase en todo momento al espectador la enfermedad del alzhéimer y, sobre todo, que le hiciese identificarse de alguna manera con el personaje principal que lo padecía, ayudándonos por lo tanto a contar nuestra historia. La pérdida de memoria no es el peor de los síntomas que padecen los aquejados por esta devastadora enfermedad neurológica, lo sé muy bien porque mi querida madre también sufrió esta terrible enfermedad. Entre otros de sus muchos efectos están los problemas de lenguaje, la dificultad para hacer tareas sencillas, la desorientación en el tiempo y en el espacio, la pérdida de la capacidad de enjuiciar, la incapacidad para generar pensamientos elaborados, la merma de iniciativa, las alucinaciones, los súbitos cambios de carácter y estado de ánimo (muchas veces consecuencia de los miedos provocados por todo lo anterior), etc. Casi todas estas manifestaciones de la enfermedad quedaron reflejadas en el guion. Pero eran sin duda el desconcierto y la desorientación que produce el olvido de los recuerdos más íntimos las que resultaban más llamativas. Hay un flashback en la película en la que Emilio, nuestro enfermo, intenta hacer una foto a su mujer y su hijo en la playa de As Catedrais (Ribadeo). Cuando está a punto de apretar el disparador, una nube de niebla, de esas tan típicas en las costas gallegas, invade el lugar envolviendo a su familia y ocultándolos por completo a su vista. Solo y angustiado, Emilio comienza a llamarlos gritando sus nombres con desesperación sin recibir ningún respuesta. Con esta metáfora queríamos tratar de explicar la sensación que, desde dentro, podría estar viviendo el enfermo al perder sus recuerdos. Al final, las nubes y bancos de niebla se hicieron recurrentes durante toda la historia, comenzando ya por los créditos iniciales —sobreimpresos sobre un mar de nubes— o como la secuencia en la que Emilio le pregunta a Dolores qué es lo que le dice al oído a su marido Modesto, aquejado también de alzhéimer, pero ya en una fase muy avanzada que le mantiene casi en estado vegetativo, para que sonría como lo hace. Ella le responde que le llama “tramposo” y recuerda en otro flashback su adolescencia en la parroquia de San Andrés de Teixido (Cedeira) al lado de Modesto. Dolores cuenta cómo este le pidió en aquella época ser su novia y ella, a cambio, le reclamó que antes le consiguiese una nube. A partir de ese momento, Modesto vigila muy atento los bancos de niebla que visitan frecuentemente los escarpados acantilados de la costa Ártabra. Cuando una de esas grandes nubes está a punto de penetrar tierra adentro, Modesto convence a Dolores para subir juntos al campanario y proporcionarle la nube que le había pedido. Agarrados a un sustentáculo de la torre, la niebla les impregna, arrastrada a toda velocidad por un fuerte viento, mientras la chica mira de reojo al muchacho y, con una pícara sonrisa, le dice que es un tramposo. Sobre el papel, la secuencia era hermosa y poética, pero su romanticismo se acentuó con el plano contrapicado elegido por Ignacio Ferreras que evocaba al de Rose (Kate Winslet) y Jack (Leonardo DiCaprio) abrazados en la proa de “Titanic” (James Cameron, 1997). La música compuesta, para la ocasión por Nani García, subrayaba aún más su lirismo. Pocos entre quienes la vieron pudieron impedir que se les humedeciese la comisura del lagrimal, convirtiéndola en una secuencia inolvidable.

Y es que, así como la memoria inmediata desaparece pronto en un enfermo de alzhéimer, los recuerdos de la infancia más remota son los últimos en esfumarse. Todavía recuerdo cómo mi madre, cuando ya casi no nos reconocía, se reía igual que Modesto cuando la visitaba una amiga y vecina de su niñez y la llamaba Cuca, diminutivo de  Cucaracha, su apodo infantil en aquella época lejana.

Dosificación de la información.

Cuando comenzamos a escribir el guion, en lo más alto de la escalera, hemos recopilado un buen número de documentación a lo largo de los diferentes escalones de los procesos anteriores. Pero resulta obvio que no podremos emplear toda esa información en la escritura de nuestro guion porque en vez de una película nos saldría una serie (y seguramente muy aburrida). Recuerdo perfectamente el consejo que daba William Goldman, guionista entre otras de “Dos hombres y un destino” (Butch Cassidy and Sundance Kid, George Roy Hill, 1969), en su libro “Aventuras de un guionista en Hollywood”, refiriéndose precisamente a la historia de estos dos forajidos de Wyoming que le supuso su primer Oscar®. Goldman contaba que, después de documentarse sobre la vida de los dos bandidos, disponía de una cantidad ingente de material con jugosísimas anécdotas de infancia, juventud y madurez que quería incluir dentro del guion. Pero aquella tarea era imposible y solo consiguió escribirlo cuando se centró en el final de sus vidas, aquello que dramáticamente tenía más enjundia: la caída de la banda, desechando, muy a su pesar, todo el resto de la documentación. Documentación que, sin embargo, le sirvió para construir esos personajes inolvidables que acabaron interpretando Paul Newman (Butch) y Robert Redford (Sundance).

La información, por lo tanto, debe dosificarse en la narración en función del objetivo y del efecto que deseemos conseguir en el espectador. De hecho, al desarrollar nuestro argumento podremos omitir, recalcar, repetir, comprimir, distender, anticipar o retardar la información de la historia manipulándola, para conseguir generar en el público sorpresa, suspense, empatía, confusión, complicidad, claridad, entusiasmo, antipatía, emoción, risa, llanto, miedo, etc.

Asimismo, en cada historia intervienen varios personajes y cada uno de ellos posee un conocimiento diferente de la acción narrada, que es a su vez distinto del que tiene el público. Las combinaciones posibles producen efectos distintos:

–       El personaje sabe más que el espectador (producirá sorpresa).

–       El espectador sabe más que el personaje (producirá suspense).

–       El personaje y el espectador saben lo mismo (será una narración lineal).

El punto de vista y la voz.

Un guion y una película son fundamentalmente narraciones. Y donde existe una narración tiene que haber ineludiblemente un narrador y, por lo tanto, al menos un punto de vista. Hemos de preguntarnos siempre quién ve y cuenta la acción.

De nuevo Robert McKee, transcribiendo el significado que ya les daba Platón en su época, nos habla de:

–       Narración diegética, es decir, la acción es contada por un narrador, casi siempre (pero no necesariamente) uno de los personajes.

–    Narración mimética, en la que no hay ningún narrador tangible, o sea, la acción simplemente avanza contada a semejanza de muchas obras literarias o de teatro, narrada de forma omnisciente.

Diegético es un adjetivo que se repetirá bastante. Significa que pertenece a la diégesis, es decir, todo aquello que acontece dentro del desarrollo narrativo de los hechos y no fuera.

La partitura que conforma la banda sonora de la película no es diegética si solo acompaña a la acción desde fuera (por ejemplo, el pizzicato de los violines ideado por Bernard Herrmann que acentúa las cuchilladas de la escena de la ducha en “Psicosis”; es obvio que los violinistas no están dentro del baño ambientando el crimen). Sin embargo, la melodía sí será diegética cuando suene realmente dentro de la acción de la película porque en la escena hay una orquesta que toca, alguien que enciende una radio, un disco sonando, etc. (los músicos del Titanic que tocan mientras el barco se hunde y efectivamente están allí y se hunden con él).

En la tradición narrativa, se suele denominar punto de vista al “ángulo a través del cual el autor provoca en el lector (o espectador) su visión de la obra”.

Ejemplos de punto de vista o narración mimética los encontramos en la mayoría de las películas convencionales. En estas historias no suele haber una voz en off, porque no existe un narrador conocido, pero siempre hay uno o varios puntos de vista, según la acción se vaya contando a través de los ojos de uno o varios personajes.

Las narraciones diegéticas, sin embargo, sí suelen utilizar el recurso de la voz en off, que suele pertenecer a uno o varios personajes de la película. Aunque también hay historias contadas en off por un narrador desconocido que no interviene nunca en la acción, caso por ejemplo de los narradores de “Amélie” (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001) o “Barry Lyndon” (Stanley Kubrick, 1975).

Punto de vista y narrador muy curioso es por ejemplo el usado en “American Beauty” (Sam Mendes, 1999) donde el personaje de Lester Burnham (Kevin Spacey) comienza narrando la historia de su familia anunciando que al final de la historia va a morir: «En menos de un año, estaré muerto. Por supuesto, todavía no lo sé. Y en cierta manera, ya estoy muerto». Y, efectivamente, al final muere y concluye su narración, ya fallecido, con el siguiente discurso: «Supongo que podría estar bastante cabreado con lo que me pasó, pero cuesta seguir enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la contemplase toda a la vez y me abruma. Mi corazón se hincha como un globo que está a punto de estallar… pero recuerdo que debo relajarme y no aferrarme demasiado a ella, y entonces fluye a través de mí como la lluvia y no siento otra cosa que gratitud por cada instante de mi estúpida e insignificante vida… No tienen ni idea de lo que les estoy hablando seguro, pero no se preocupen… algún día la tendrán».

No obstante, el recurso no es original porque ya había sido empleado casi medio siglo antes en “El crepúsculo de los dioses” (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), donde el guionista Joe Gillis (William Holden), cuyo cadáver flota boca abajo en una piscina, comienza a contar la historia en un largo flashback. Y tres años antes que Wilder ya lo usó Chaplin en “Monsieur Verdoux” (Charles Chaplin, 1947), que arranca con la voz en off del protagonista en un cementerio sobre un plano de su propia tumba.

Pero el ejemplo más paradigmático para explicar el uso de la voz en off del narrador y del punto de vista es quizás la muy entrañable “Las normas de la casa de la sidra” (The Cider House Rules, Lasse Hallström, 1999), coetánea de “Americam Beauty”. En ella se narra la historia de Homer Wells (Tobey Macguire), un chico huérfano criado en el orfanato de St. Cloud’s bajo la tutela del poco convencional pero afable Dr. Wilbur (Michael Caine), viejo médico proabortista que, sin embargo, nunca ha dejado de dar afecto a sus chicos, pero con cuyos métodos el joven Homer, antiabortista convencido, no está de acuerdo. La película comienza con la voz en off del Dr. Wilbur que adopta el papel de narrador contando la historia desde su punto de vista. Hacia el final de la cinta, Wilbur muere accidentalmente al ingerir una dosis elevada del anestésico con el que se droga. Consecuentemente, a partir de este punto, la voz en off cesa para no volver a reaparecer ya en lo que queda de película, y el punto de vista es adoptado ahora por el personaje de Homer que sin embargo no narra la acción en off, pero a través de cuyos ojos los espectadores siguen el resto de la historia.

Tal vez lo mejor de esta emotiva película es que, gracias al excelente uso de los dos puntos de vista, consigue tratar un tema tan delicado y polémico como el del aborto sin posicionarse, explicando y comprendiendo ambas posturas, cada una con sus particulares razones, y dejando que sea el espectador el que tome partido por la que quiera. Si es que quiere.

He de decir también que guardo gran cariño a este largometraje porque, gracias a él, Michael Caine ganó su segundo Oscar® como Mejor Actor de Reparto y, en su discurso de agradecimiento, dijo que no le quedaba más remedio que aceptar el premio como actor secundario porque, a su edad, ya no le ofrecían papeles de protagonista. Esta frase, pronunciada el 26 de marzo de 2000 en el Shrine Auditorium de Los Ángeles, fue el detonante que hizo saltar la chispa de la idea primigenia a Paco Roca, como él mismo me contó años más tarde, para escribir una novela gráfica en la que los protagonistas fuesen solo personajes mayores. De modo que, de alguna forma, Michael Caine fue el embrión de “Arrugas”, que tantas alegrías nos ha dado. Aunque él, claro, no lo sabe.

Lo dejamos aquí por hoy, pero aún no hemos terminado, de hecho la semana que viene continuaremos hablando del tiempo, esa entidad tan difícil de manejar a veces en un guion y que ayudará a conferir el ritmo a nuestra película.

Nos vemos en siete días. ¡Sed felices!