17.TALLER DE GUION «La escalera de papel». Noveno peldaño: EL GUION FINAL (2)

«La metáfora es el vehículo que mueve el mundo del pensamiento»

(Friedrich Nietzsche)

La metáfora.

Una metáfora, como sabéis, es una figura alegórica que consiste en trasladar el sentido de un concepto a otro figurado, sugiriendo una comparación, algo que ya señaló Aristóteles en su «Poética«. En nuestro caso la metáfora se construirá transformando en imagen (o sonido) una idea o concepto subjetivo. Algo así como lo que os encontraréis en los primeros planos del comienzo de «Tiempos Modernos» (Modern Times, Charles Chaplin, 1936) que podéis ver aquí. Un rebaño de borregos pasa bajo cámara en un plano picado de camino al matadero y, enseguida, funde al mismo tipo de plano pero esta vez encuadrando a un montón de obreros saliendo del metro para ir a trabajar a la fábrica. ¿Se puede ser más explícito? Eso sí, si os fijáis, de entre todas las ovejas del rebaño hay una que resulta ser la oveja negra. Seguramente, el mismo Chaplin se reservaba ese papel para él. Como siempre, ¡genial!

Las metáforas nos servirá para contar en imágenes simbólicas acciones reales que, de esta forma, permanecerán más tiempo y harán pensar y reflexionar al espectador haciéndole partícipe.

Aseguraba Billy Wilder, que fue guionista antes que director (entre otros de Ernst Lubitsch), que «al público no hay que dárselo todo masticado, como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones».

Eso es. Habrá espectadores que salgan del cine diciendo que dos y dos son cuatro, pero habrá otros que aseguren que dos y dos son veintidós, que también es cierto. Y esta diversidad de opiniones enriquecerá nuestra historia.

Tal vez esa sea la diferencia de que cuando, hace muchos años, salí del cine después de ver “La jungla de cristal” (Die Hard, John McTiernan, 1988), a pesar de haberme divertido de lo lindo, lo primero que les pregunté a mis acompañantes fue: “¿Adónde vamos a cenar?” Sin embargo, después de ver un film como “Flores rotas” (Broken Flowers, Jim Jarmusch, 2005), que disfruté mucho más (aunque de otra manera), estuvimos hablando largo y tendido sobre la historia e incluso se podría decir que cada uno vio una película distinta.

Esto no quiere decir que una sea mala y la otra buena, porque los conceptos de bueno y malo son subjetivos y dependen de los gustos particulares de cada uno. Para mí, una película es buena si funciona, es decir, si cumple su objetivo y, el principal, será siempre entretener. O, recurriendo de nuevo al genial Billy Wilder: «Si el cine consigue que un individuo olvide por dos horas que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces el cine ha alcanzado su objetivo».

Por utilizar un símil literario, os transcribo lo que escribió el Nobel Mario Vargas Llosa sobre el estilo y metodología narrativa de ese otro Nobel llamado Ernest Hemingway«[…] el detalle central y maestro de su técnica, la elusión, el dato escondido, que, desde la ausencia y la tiniebla impregna poderosamente el relato y lo baña de sugestión y misterio, lo inventó él mismo, el día que decidió suprimir en el cuento que escribía el hecho principal: que, al final de la historia, el personaje se mataba». Con “el cuento que escribía”, Vargas Llosa se refiere a la propia vida del autor, en donde el personaje que se suicida es el mismo Hemingway. Pero quedaos con la técnica: la elusión, el dato escondido, el detalle oculto, eso es lo que hará a nuestro público cómplice de la historia.

Me viene al pelo como ejemplo el final de “No es país para viejos” (No Country for Old Men, Joel y Ethan Coen, 2007) en el que el psicópata asesino a sueldo Anton Chigurh, cuya inquietante interpretación le valió a Javier Bardem un Oscar®, le comunica impertérrito a Carla Jean (Kelly Macdonald) que tenía que matarla porque se lo había prometido a su marido. Cuando, después de una elipsis, Anton abandona la casa no sabemos si ha cumplido su amenaza porque no hemos visto ni oído nada más, tan solo observamos el detalle sutil de que se detiene en el porche para alzar alternativamente ambos pies, ora el derecho, ora el izquierdo, comprobando si tiene sucias las suelas de sus botas. No hace falta contar más. Eludiendo el asesinato y mostrando ese gesto nimio, la mayor parte del público concluirá que se la ha cargado y está examinando su calzado para verificar si tiene manchas de sangre. Pero será el espectador quien tenga que imaginarse el crimen, cada cual de la forma que quiera. Sin duda, la secuencia resulta mucho más sugestiva que si nos lo hubiesen mostrado todo.

El cine está lleno de simbología, de recursos maravillosos que a veces no conseguimos ni apreciar de forma consciente pero que, a pesar de ello, “ayudan a contar la historia”. Para mí fue revelador un seminario de cine al que asistí en julio de 1993, cuando todavía no había escrito ni una línea y me dedicaba a dibujar story-boards y diseñar decorados, en el Centro Galego de Artes da Imaxe (la Filmoteca Gallega), titulado “Despedazar un cuerpo. En torno al cine de terror” que impartía en A Coruña el profesor valenciano Vicente Sánchez-Biosca. En el aquel curso, visionando el principio de “Psicosis”, Sánchez-Biosca me ayudó a percatarme por primera vez de una alegoría que de forma subliminal nos había colado a todos el mago del suspense. Nada más comenzar la película, la cámara se desliza subrepticiamente bajo la persiana casi cerrada de un hotel de Phoenix (Arizona), brindándole al espectador la oportunidad de convertirse en un mirón, como luego lo será también Norman Bates (Anthony Perkins) babeando mientras espía a Mario Crane (Janet Leigh) a través de un agujerillo de la pared de su motel. Ya en el interior, un travelling acaba descubriendo a la pareja formada por Marion y Sam (John Gavin), remoloneando y besándose sobre la cama después de haber hecho el amor, aprovechando el receso de la hora de comer. Ambos están púdicamente a medio vestir, como mandaban los cánones de la época, ella en sujetador y enaguas y él con los pantalones puestos pero el torso desnudo. Marion, en un ataque de puritanismo, le dice a Sam que no pueden seguir así, viéndose a escondidas y a deshora. Marion se yergue y comienza a vestirse mientras le sugiere a Sam, que continúa tendido en la cama mirando a la chica, que han de formalizar su relación y poner fin a aquellos encuentros furtivos. Cuando por fin Sam acepta y se levanta para ponerse su camisa, la cama —que aquí representa, sin duda, el pecado contra el sexto mandamiento: no cometerás actos impuros— sale del encuadre para no volver a aparecer en todo el resto de la secuencia. Tanto es así que, unos segundos más tarde, cuando la pareja abandona la habitación, ambos cruzan claramente (en un plano medio) por donde debía estar situada la cama (bajo el encuadre, fuera de campo), por lo que intuimos que efectivamente ha desaparecido físicamente (seguramente retirada del set para no estorbar el rodaje). Hasta aquí bien. Pero, unas secuencias después, cuando Marion roba el dinero de su empresa, vuelve a aparecer otra cama, esta vez la de su propia casa, sobre la que están la maleta con la que se va a fugar y el dinero robado. Nuevamente, la cama vuelve a sugerir el pecado, ahora contra el séptimo mandamiento: no robarás. La tercera cama que aparece en la película es, como sabéis, la del cuartucho del motel Bates donde se aloja Marion en su loca huida. Marion es asesinada en la ducha y, cuando entra Norman en su habitación, lo primero que hace es limpiar todas las huellas del crimen, entre otras cosas, recogiendo el papel de periódico que hay sobre la cama, donde está envuelto el dinero robado. La cama representa ahora el pecado contra el quinto mandamiento: no matarás. La última cama que aparece en el film es la de la madre de Norman que, aunque vacía, todavía muestra (en un plano cenital) las marcas de un cuerpo encorvado que Norman traslada al sótano en brazos, supuestamente en contra de su voluntad. La cama y el pecado contra el cuarto: honrarás a tu padre y a tu madre (aunque sea la madre que parió a Norman Bates). Bien mirado, si habéis visto la película y conocéis el final, esta cama también podría simbolizar el pecado contra el octavo mandamiento: no dirás falsos testimonios ni mentirás. Porque Sir Alfred era desde luego un gran tramposo, experto en truculencias y mentiras bien contadas, además de un católico recalcitrante al que le encantaba incluir en sus películas este tipo de simbología. En este caso, la cama como metáfora del pecado.

Y, siguiendo con el terror, una de las películas que mayor desasosiego y turbación me produjeron cuando la vi siendo un adolescente fue “Frankenstein” (James Whale, 1931). En concreto ayudó mucho a provocar esta sensación una secuencia en la que la criatura a la que da vida Boris Karloff se escapa del torreón donde está preso y conoce a María, una niña que, en su inocencia infantil, no se asusta de su horripilante fealdad. El monstruo y la niña se arrodillan uno frente al otro a la orilla de un lago y la chiquilla le da un ramillete de flores para jugar a arrojarlas al río y ver cómo flotan. El engendro, regocijado y risueño con el ingenuo juego infantil, acaba lanzando también a la niña al agua, aunque sin un ápice de maldad. María muere ahogada y, al ver lo que ha hecho, el monstruo huye abrumado y confundido. La secuencia es realmente poética y fascinante, sin embargo a mí me produjo una terrible desazón cuyo recuerdo me persiguió durante mucho tiempo.

 

No fue hasta que vi años más tarde “El espíritu de la colmena” (Víctor Erice, 1973), que utiliza esa misma escena como detonante, cuando me di cuenta de que en realidad mi ansiedad no había sido estimulada por el crimen accidental en el que la niña perdía la vida a manos de un ser con un serio retraso mental que, de alguna manera, no era consciente de lo que hacía. Lo que yace oculto en el fondo de la misma, a través de su simbología, es la pérdida involuntaria de la inocencia. Eso y solo eso es lo que significaban —metafóricamente hablando— las flores arrojadas al agua. No en vano, el mismo Sigmund Freud cuenta en su libro “La interpretación de los sueños” que el acto de tirar unas flores, que algún paciente suyo tenía como fantasía recurrente, no significaba otra cosa que, claro, desflorar. Aquel día, también yo perdí mi inocencia.

Os pondré ahora un ejemplo de metáfora mucho más amable: las nubes de nuestra película “Arrugas”. Desde el principio buscábamos una figura visual que nos permitiera introducir en el guion un elemento que recordase en todo momento al espectador la enfermedad del alzhéimer y, sobre todo, que le hiciese identificarse de alguna manera con el personaje principal que lo padecía, ayudándonos por lo tanto a contar nuestra historia. La pérdida de memoria no es el peor de los síntomas que padecen los aquejados por esta devastadora enfermedad neurológica, lo sé muy bien porque mi querida madre también sufrió esta terrible enfermedad. Entre otros de sus muchos efectos están los problemas de lenguaje, la dificultad para hacer tareas sencillas, la desorientación en el tiempo y en el espacio, la pérdida de la capacidad de enjuiciar, la incapacidad para generar pensamientos elaborados, la merma de iniciativa, las alucinaciones, los súbitos cambios de carácter y estado de ánimo (muchas veces consecuencia de los miedos provocados por todo lo anterior), etc. Casi todas estas manifestaciones de la enfermedad quedaron reflejadas en el guion. Pero eran sin duda el desconcierto y la desorientación que produce el olvido de los recuerdos más íntimos las que resultaban más llamativas. Hay un flashback en la película en la que Emilio, nuestro enfermo, intenta hacer una foto a su mujer y su hijo en la playa de As Catedrais (Ribadeo). Cuando está a punto de apretar el disparador, una nube de niebla, de esas tan típicas en las costas gallegas, invade el lugar envolviendo a su familia y ocultándolos por completo a su vista. Solo y angustiado, Emilio comienza a llamarlos gritando sus nombres con desesperación sin recibir ningún respuesta. Con esta metáfora queríamos tratar de explicar la sensación que, desde dentro, podría estar viviendo el enfermo al perder sus recuerdos. Al final, las nubes y bancos de niebla se hicieron recurrentes durante toda la historia, comenzando ya por los créditos iniciales —sobreimpresos sobre un mar de nubes— o como la secuencia en la que Emilio le pregunta a Dolores qué es lo que le dice al oído a su marido Modesto, aquejado también de alzhéimer, pero ya en una fase muy avanzada que le mantiene casi en estado vegetativo, para que sonría como lo hace. Ella le responde que le llama “tramposo” y recuerda en otro flashback su adolescencia en la parroquia de San Andrés de Teixido (Cedeira) al lado de Modesto. Dolores cuenta cómo este le pidió en aquella época ser su novia y ella, a cambio, le reclamó que antes le consiguiese una nube. A partir de ese momento, Modesto vigila muy atento los bancos de niebla que visitan frecuentemente los escarpados acantilados de la costa Ártabra. Cuando una de esas grandes nubes está a punto de penetrar tierra adentro, Modesto convence a Dolores para subir juntos al campanario y proporcionarle la nube que le había pedido. Agarrados a un sustentáculo de la torre, la niebla les impregna, arrastrada a toda velocidad por un fuerte viento, mientras la chica mira de reojo al muchacho y, con una pícara sonrisa, le dice que es un tramposo. Sobre el papel, la secuencia era hermosa y poética, pero su romanticismo se acentuó con el plano contrapicado elegido por Ignacio Ferreras que evocaba al de Rose (Kate Winslet) y Jack (Leonardo DiCaprio) abrazados en la proa de “Titanic” (James Cameron, 1997). La música compuesta, para la ocasión por Nani García, subrayaba aún más su lirismo. Pocos entre quienes la vieron pudieron impedir que se les humedeciese la comisura del lagrimal, convirtiéndola en una secuencia inolvidable.

Y es que, así como la memoria inmediata desaparece pronto en un enfermo de alzhéimer, los recuerdos de la infancia más remota son los últimos en esfumarse. Todavía recuerdo cómo mi madre, cuando ya casi no nos reconocía, se reía igual que Modesto cuando la visitaba una amiga y vecina de su niñez y la llamaba Cuca, diminutivo de  Cucaracha, su apodo infantil en aquella época lejana.

Dosificación de la información.

Cuando comenzamos a escribir el guion, en lo más alto de la escalera, hemos recopilado un buen número de documentación a lo largo de los diferentes escalones de los procesos anteriores. Pero resulta obvio que no podremos emplear toda esa información en la escritura de nuestro guion porque en vez de una película nos saldría una serie (y seguramente muy aburrida). Recuerdo perfectamente el consejo que daba William Goldman, guionista entre otras de “Dos hombres y un destino” (Butch Cassidy and Sundance Kid, George Roy Hill, 1969), en su libro “Aventuras de un guionista en Hollywood”, refiriéndose precisamente a la historia de estos dos forajidos de Wyoming que le supuso su primer Oscar®. Goldman contaba que, después de documentarse sobre la vida de los dos bandidos, disponía de una cantidad ingente de material con jugosísimas anécdotas de infancia, juventud y madurez que quería incluir dentro del guion. Pero aquella tarea era imposible y solo consiguió escribirlo cuando se centró en el final de sus vidas, aquello que dramáticamente tenía más enjundia: la caída de la banda, desechando, muy a su pesar, todo el resto de la documentación. Documentación que, sin embargo, le sirvió para construir esos personajes inolvidables que acabaron interpretando Paul Newman (Butch) y Robert Redford (Sundance).

La información, por lo tanto, debe dosificarse en la narración en función del objetivo y del efecto que deseemos conseguir en el espectador. De hecho, al desarrollar nuestro argumento podremos omitir, recalcar, repetir, comprimir, distender, anticipar o retardar la información de la historia manipulándola, para conseguir generar en el público sorpresa, suspense, empatía, confusión, complicidad, claridad, entusiasmo, antipatía, emoción, risa, llanto, miedo, etc.

Asimismo, en cada historia intervienen varios personajes y cada uno de ellos posee un conocimiento diferente de la acción narrada, que es a su vez distinto del que tiene el público. Las combinaciones posibles producen efectos distintos:

–       El personaje sabe más que el espectador (producirá sorpresa).

–       El espectador sabe más que el personaje (producirá suspense).

–       El personaje y el espectador saben lo mismo (será una narración lineal).

El punto de vista y la voz.

Un guion y una película son fundamentalmente narraciones. Y donde existe una narración tiene que haber ineludiblemente un narrador y, por lo tanto, al menos un punto de vista. Hemos de preguntarnos siempre quién ve y cuenta la acción.

De nuevo Robert McKee, transcribiendo el significado que ya les daba Platón en su época, nos habla de:

–       Narración diegética, es decir, la acción es contada por un narrador, casi siempre (pero no necesariamente) uno de los personajes.

–    Narración mimética, en la que no hay ningún narrador tangible, o sea, la acción simplemente avanza contada a semejanza de muchas obras literarias o de teatro, narrada de forma omnisciente.

Diegético es un adjetivo que se repetirá bastante. Significa que pertenece a la diégesis, es decir, todo aquello que acontece dentro del desarrollo narrativo de los hechos y no fuera.

La partitura que conforma la banda sonora de la película no es diegética si solo acompaña a la acción desde fuera (por ejemplo, el pizzicato de los violines ideado por Bernard Herrmann que acentúa las cuchilladas de la escena de la ducha en “Psicosis”; es obvio que los violinistas no están dentro del baño ambientando el crimen). Sin embargo, la melodía sí será diegética cuando suene realmente dentro de la acción de la película porque en la escena hay una orquesta que toca, alguien que enciende una radio, un disco sonando, etc. (los músicos del Titanic que tocan mientras el barco se hunde y efectivamente están allí y se hunden con él).

En la tradición narrativa, se suele denominar punto de vista al “ángulo a través del cual el autor provoca en el lector (o espectador) su visión de la obra”.

Ejemplos de punto de vista o narración mimética los encontramos en la mayoría de las películas convencionales. En estas historias no suele haber una voz en off, porque no existe un narrador conocido, pero siempre hay uno o varios puntos de vista, según la acción se vaya contando a través de los ojos de uno o varios personajes.

Las narraciones diegéticas, sin embargo, sí suelen utilizar el recurso de la voz en off, que suele pertenecer a uno o varios personajes de la película. Aunque también hay historias contadas en off por un narrador desconocido que no interviene nunca en la acción, caso por ejemplo de los narradores de “Amélie” (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001) o “Barry Lyndon” (Stanley Kubrick, 1975).

Punto de vista y narrador muy curioso es por ejemplo el usado en “American Beauty” (Sam Mendes, 1999) donde el personaje de Lester Burnham (Kevin Spacey) comienza narrando la historia de su familia anunciando que al final de la historia va a morir: «En menos de un año, estaré muerto. Por supuesto, todavía no lo sé. Y en cierta manera, ya estoy muerto». Y, efectivamente, al final muere y concluye su narración, ya fallecido, con el siguiente discurso: «Supongo que podría estar bastante cabreado con lo que me pasó, pero cuesta seguir enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la contemplase toda a la vez y me abruma. Mi corazón se hincha como un globo que está a punto de estallar… pero recuerdo que debo relajarme y no aferrarme demasiado a ella, y entonces fluye a través de mí como la lluvia y no siento otra cosa que gratitud por cada instante de mi estúpida e insignificante vida… No tienen ni idea de lo que les estoy hablando seguro, pero no se preocupen… algún día la tendrán».

No obstante, el recurso no es original porque ya había sido empleado casi medio siglo antes en “El crepúsculo de los dioses” (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), donde el guionista Joe Gillis (William Holden), cuyo cadáver flota boca abajo en una piscina, comienza a contar la historia en un largo flashback. Y tres años antes que Wilder ya lo usó Chaplin en “Monsieur Verdoux” (Charles Chaplin, 1947), que arranca con la voz en off del protagonista en un cementerio sobre un plano de su propia tumba.

Pero el ejemplo más paradigmático para explicar el uso de la voz en off del narrador y del punto de vista es quizás la muy entrañable “Las normas de la casa de la sidra” (The Cider House Rules, Lasse Hallström, 1999), coetánea de “Americam Beauty”. En ella se narra la historia de Homer Wells (Tobey Macguire), un chico huérfano criado en el orfanato de St. Cloud’s bajo la tutela del poco convencional pero afable Dr. Wilbur (Michael Caine), viejo médico proabortista que, sin embargo, nunca ha dejado de dar afecto a sus chicos, pero con cuyos métodos el joven Homer, antiabortista convencido, no está de acuerdo. La película comienza con la voz en off del Dr. Wilbur que adopta el papel de narrador contando la historia desde su punto de vista. Hacia el final de la cinta, Wilbur muere accidentalmente al ingerir una dosis elevada del anestésico con el que se droga. Consecuentemente, a partir de este punto, la voz en off cesa para no volver a reaparecer ya en lo que queda de película, y el punto de vista es adoptado ahora por el personaje de Homer que sin embargo no narra la acción en off, pero a través de cuyos ojos los espectadores siguen el resto de la historia.

Tal vez lo mejor de esta emotiva película es que, gracias al excelente uso de los dos puntos de vista, consigue tratar un tema tan delicado y polémico como el del aborto sin posicionarse, explicando y comprendiendo ambas posturas, cada una con sus particulares razones, y dejando que sea el espectador el que tome partido por la que quiera. Si es que quiere.

He de decir también que guardo gran cariño a este largometraje porque, gracias a él, Michael Caine ganó su segundo Oscar® como Mejor Actor de Reparto y, en su discurso de agradecimiento, dijo que no le quedaba más remedio que aceptar el premio como actor secundario porque, a su edad, ya no le ofrecían papeles de protagonista. Esta frase, pronunciada el 26 de marzo de 2000 en el Shrine Auditorium de Los Ángeles, fue el detonante que hizo saltar la chispa de la idea primigenia a Paco Roca, como él mismo me contó años más tarde, para escribir una novela gráfica en la que los protagonistas fuesen solo personajes mayores. De modo que, de alguna forma, Michael Caine fue el embrión de “Arrugas”, que tantas alegrías nos ha dado. Aunque él, claro, no lo sabe.

Lo dejamos aquí por hoy, pero aún no hemos terminado, de hecho la semana que viene continuaremos hablando del tiempo, esa entidad tan difícil de manejar a veces en un guion y que ayudará a conferir el ritmo a nuestra película.

Nos vemos en siete días. ¡Sed felices!

16.TALLER DE GUION «La escalera de papel». Noveno peldaño: EL GUION FINAL (1)

A ESCRIBIR...

«Lo más importante es tener un buen guión. Los cineastas no son alquimistas.  No se pueden convertir los excrementos de gallina en chocolate».

(Billy Wilder)

Noveno peldaño: EL GUION FINAL.

Si habéis llegado hasta aquí y habéis conseguido desarrollar un tratamiento e incluso lo habéis dialogado, entonces estáis en lo alto de la escalera y ya tenéis un primer borrador de guion.

Pero recordad de nuevo que

UN GUION SE ESCRIBE EN SUS REESCRITURAS

Debéis prepararos entonces para reescribir la primera versión de vuestro guion. Pero antes de empezar, aunque ya he trazado pinceladas en entradas anteriores, os contaré cómo acometo yo esta tarea, por si os sirve de ayuda, y os indicaré también qué formato utilizo para mecanografiarlo.

La metodología.

Así como a los anteriores ocho peldaños no les dedico un tiempo continuo en exclusiva, sino que los voy remontando a medida que realizo otros trabajos y gestiones, la fase de escritura del guión procuro completarla del tirón. Para ello la pospongo hasta que sé que tengo por delante varios días seguidos, normalmente un par de semanas, para dedicarme a escribir todas las horas del día que pueda.

Cuando comienzo necesito saber que dispongo del tiempo necesario para concluirlo. A estas alturas tengo ya todo más que pensado, síntesis y sinopsis, argumento y tramas, estructura, estudio de personajes, escaleta, tratamiento y unos diálogos ya perfilados, así que no debería llevarme mucho tiempo escribir esta primera versión.

Parto de cero, de la página en blanco, pero con todo el resto de documentos a mano para consultarlos constantemente. Con toda la historia ya discurrida y meditada, lo normal es que escriba una media de unas 9 o 10 páginas al día. Mi récord está en 18 páginas e una sola jornada. Pero hay días malos en los que, por cualquier razón, me atasco y solo consigo escribir un par de folios. La mejor inversión que hice en mi vida fue asistir con veinte años a una academia de secretariado —en donde, por cierto, yo era el único hombre entre una docena de chicas—, en concreto a un curso para aprender a teclear con rapidez con todos los dedos (y sin mirar al teclado), no en ordenadores como ahora, sino en una vieja máquina de escribir Remington que había heredado de mi abuelo materno y que, junto con otras que fui comprando después, aún conservo en casa como una vieja reliquia. De modo que diez días deberían bastarme para transcribir todo el guión. Aunque si me tomo un par de semanas tendré tiempo para imprimirlo al final, repasarlo, leerlo (en voz alta) y corregir los errores (con bolígrafo rojo, como los profesores diligentes). Es muy importante para mí que, durante ese tiempo, haya avisado a todos mis conocidos y pospuesto todos mis compromisos, porque el móvil debe permanecer apagado y, por supuesto, las redes sociales ni mentarlas. En otra parte de este libro os hablaba de la importancia de crearse un rincón propio. Da igual que sea un despacho, vuestra habitación o la mesa de un bar. A veces sueño con poder retirarme estas temporadas a una casita de la Toscana sin cobertura ni wifi, y, aislado del mundanal ruido, disfrutar en solitario del placer de la escritura. Pero la verdad es que hasta ahora, siempre he realizado este trabajo en el despacho de mi casa donde tampoco nadie me molesta (si exceptuamos a mi gata Tusa que a veces se acerca zalamera pidiendo mimos y se pasea sobre el teclado para intentar dejar también su impronta gatuna en la historia).

Acostumbro a levantarme muy temprano porque he descubierto que por las mañanas mi cerebro está fresco y más creativo. Sé de escritores que prefieren trabajar por la tarde e incluso por la noche. Cada uno conoce sus biorritmos y ha de encontrar su mejor momento. En verano lo hago sobre las cinco. En invierto suelo levantarme una hora más tarde. Siempre sin despertador, cuando me lo pida el cuerpo, que suele ser muy pronto. Es importante hacer al menos media hora de ejercicio que, además de espabilarte, te desentumezca las articulaciones y te prepare para un largo día de sedentarismo sobre el sillón frente a la pantalla del ordenador. A continuación, me ducho, desayuno y me pongo manos a la obra. Si me encuentro con el ánimo bajo, sonrío. Sí, me obligo a sonreír un rato, normalmente delante del espejo, es decir, obligo a mis músculos faciales a adoptar la postura de la sonrisa. A los pocos segundos, mi ánimo cambia y está más jovial. Hace tiempo que sé que la actitud influye en la emoción. Y no hace mucho pude confirmar mi teoría leyendo en el suplemento de un diario que, por lo visto, fue Charles Darwin quien lo descubrió, aunque más recientemente el profesor William James, psicólogo de la Universidad de Harvard, ha llegado a afirmar que «si la persona no expresa la emoción, no llega a sentirla.».

Una hora después de despertarme, sobre las 6 o 7 de la mañana, ya estoy trabajando, siempre con una meta alcanzable para recibir al final de la jornada mi correspondiente dosis de dopamina u hormona de la felicidad. A mi lado está siempre el diccionario de sinónimos e ideas afines de Julio Casares. Al principio, como resulta obvio, las palabras fluyen despacio y los dedos recorren el teclado a ritmo lento. Pero cuando llevo ya un par de horas trabajando, las ideas surgen más rápido de lo que soy capaz de teclear y mis dedos se mueven vertiginosamente sobre el qwerty hasta el punto de que en varias ocasiones he sufrido taquicardias mientras escribía al no poder ir tan deprisa como mi imaginación. En este punto, se ha producido la catarsis y me hallo ya abstraído del mundo que me rodea e inmerso totalmente en la historia. Sé que estoy físicamente sentado frente al ordenador, pero mi pensamiento, toda mi conciencia, está con mis personajes, transitando por los mismos lugares que ellos y mezclado en sus mismos problemas. Esta sensación de haber sido abducido por la historia la describe muy bien Ernest Hemingway en esa suerte de memorias de juventud que es “París era una fiesta” cuando dice: «Luego otra vez a escribir, y me metí tan dentro en el cuento que allí me perdí (…) y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé noción del lugar ni pedí otro ron Saint James

Suelo hacer una parada a media mañana para tomarme un café y releer lo que llevo escrito. Luego continúo hasta cumplir siete u ocho horas de trabajo seguidas, que es lo que mi rendimiento y concentración suelen aceptar como conveniente. A veces estoy tan absorto que prosigo un par de horas más y se me olvida hasta comer. Pero no es lo habitual. Suelo parar para almorzar sobre las dos o tres de la tarde. A continuación, me echo una pequeña siesta de media hora para reponer fuerzas. Luego vuelvo al trabajo, pero de forma muy distinta. Ya no escribo, sino que releo, corrijo, anoto o bien leo y veo películas que tienen que ver con el tema que estoy escribiendo (especialmente con su atmósfera). Así hasta las ocho o nueve de la noche. Ceno algo frugal, veo las noticias en la tele o internet y me voy a la cama como muy tarde a las once. Esto constituiría una jornada ideal de trabajo. Y, a la mañana siguiente, vuelta empezar. Cada día que pasa siento que estoy más concentrado y mi trabajo rinde más, porque los primeros días el ritmo suele ser más flojo que los últimos. Desde luego, en esos quince días, nada de salidas nocturnas o similar, porque sé que al día siguiente no rendiría lo mismo.

Ser guionista, como ser escritor, requiere estos pequeños sacrificios (que, por otro lado, no lo son porque siempre nos llenará más escribir una página, incluso mediocre, que salir a tomar una buena copa de ron Saint James o cualquier otra cosa). Desde luego, nuestro oficio queda muy lejos de la actitud impostada que a veces exhibimos en estrenos, fiestas, entregas de premios o similar. Esa parte glamurosa es ficticia, inventada por Hollywood (e importada por el resto de las cinematografías del mundo) para vender más películas. En cualquier caso, también hay tiempo para eso, pero no representa ni un 5 % de nuestra vida laboral. El otro 95 % debemos estar sentados en soledad trabajando al teclado de nuestro ordenador.

Como decía Woody Allen, puede parecer muy aburrido, pero «os aseguro que es uno de los oficios más apasionantes que conozco». Llegados a esta parte, os recomiendo que os penséis bien si de verdad os llena y satisface este trabajo. En cierta ocasión, durante una comida en la “Fiesta del Pulpo”, en O Carballiño (Ourense), le escuché decir al cineasta José Luis Cuerda que hay una gran diferencia entre querer ser director y querer dirigir, que son dos cosas distintas. Exactamente, pasa lo mismo con los guionistas y escritores. Haceos esa pregunta: ¿qué es lo que me gusta: escribir o ser escritor? Si la respuesta es la primera, ¡adelante! ¡A por todas! Pero si es la segunda, buscaos otro trabajo, porque ser escritor solo se consigue escribiendo —o sea, solamente llegaréis a ser escritores si os gusta la primera respuesta—, y no vale escribir cualquier cosa, eso sería ser escribidor, sino algo muy bueno. O, como apuntaba Enrique Vila-Matas en su ensayo «Una vida absolutamente maravillosa«: «Así pues, yo en esos días [de juventud] no sabía que para ser escritor había que escribir, y además había que escribir como mínimo muy bien. Pero es que, por no saber, ni sabía que era preciso renunciar a una notable porción de vida si se quería realmente escribir». No se puede ser a la vez, en una misma vida, Ulises y Homero. Hay que elegir: vivir grandes odiseas y aventuras por todo el mundo o dedicarse a contarlas desde la soledad de tu casa. Vosotros veréis lo que os llena más. Yo lo tengo claro.

El formato.

En primer lugar contaros que utilizo la letra Courier New —esa que imita el estilo de las viejas máquinas de escribir que utilizaban los guionistas de antaño—, a un tamaño de 12 puntos tipográficos. No es una elección romántica o nostálgica, sino que tiene sus fundadas razones, como ahora veréis.

En segundo lugar, margenando o alineando el guion por la izquierda y dejándolo libre por la derecha.

Como ya hemos visto en el apartado del tratamiento, el encabezamiento de cada secuencia (que irá numerado en la versión definitiva) debe señalar el lugar y momento donde transcurre la acción, siempre escrito con mayúsculas (también puede ir subrayado), por ejemplo:

Con este formato, ese tipo de letra y ese tamaño, utilizando hojas DIN-A4, podemos tantear la duración de la película ya que, aproximadamente, una página de nuestro guion corresponderá, por término medio, a un minuto del film.

1 PÁGINA DE GUION = 1 MINUTO DE PELÍCULA

No es que no podamos utilizar otro formato o tipo de letra más elegante como la Arial o la Times New Roman, pero al utilizar este formato y la Courier New, además de facilitarnos la tarea de indicarnos cuántos minutos llevamos escritos de película, estaremos dando la imagen a los futuros productores o directores que lean nuestro guion de que conocemos el formato profesional y no somos unos inexpertos primerizos.

Lógicamente, también podéis utilizar algún programa profesional de los muchos que hay en el mercado que os facilitará sobremanera la tarea de la escritura. Yo utilizo el Final Draft.

Os sintetizo a continuación una serie de manifestaciones teóricas que os serán de ayuda conocer y consultar durante la escritura y reescrituras de vuestro guion.

La mirada.

McKee entiende dos formas intrínsecas e inseparables de enfrentarse al guion que se retroalimentan entre sí: la historia o argumento y el discurso o mirada.

El argumento o historia es el contenido, es decir, aquello que se cuenta y que el público ve y reconstruye como un mundo posible. Un significado, trama o contenido de la narración.

La mirada o discurso es el continente, el modo particular en que cada escritor refiere la historia, el rompecabezas que el guionista propone para que el espectador deduzca el fondo o subtexto del argumento. O sea, un significante, enunciado o mirada propia.

Ya he dicho también que las tramas o argumentos están ya todos inventados, sin embargo, la forma de contarlo no, porque cada uno puedo desarrollar la suya propia. Lo explicaba muy bien el cineasta y excelente guionista Fernando León de Aranoa en su libro “Contra la hipermetropía” cuando escribía: «Decía Chéjov que la misión del autor no es contar las cosas como son, sino como él las ve. Existe siempre una distancia entre la realidad y la representación que hacemos de ella. Entre las cosas y el modo en que las contamos. El cine no sería por tanto la realidad, sino la mirada del autor sobre ella». O, dicho de otra forma,

TODAS LAS HISTORIAS ESTÁN YA CONTADAS, EXCEPTO LA TUYA.

Una cualidad que hará que nuestro guiones sean más personales y originales será la utilización y la soltura con la que manejemos en ellos la simbología y las metáforas.

Se acabaron las propuestas de ejercicios, porque el único ejercicio que os queda ya es escribir vuestro guion. La semana que viene continuaremos hablando de la metáfora, herramienta fundamental para escribir el guion final. Hasta entonces, ¡sed felices!