Cada año, coincidiendo con la celebración de la fiesta de Samhaín, se reúnen en algún lugar del mundo los cuatro jinetes del Apocalipsis para hacer balance y poner en común sus estrategias para el nuevo año. En esta ocasión eligieron para su encuentro un lugar de la costa gallega. Si hubiera habido alguien a las doce de la noche en el arenal seleccionado para la reunión, hubiese podido ver las espectrales figuras de tres jinetes sobre otros tantos caballos —uno blanco, otro bermejo y otro bayo— cabalgando sobre las olas del mar en dirección al buque fantasma del Holandés Errante que les aguardaba fondeado en la había.
Nada más llegar, después de dejar a sus cabalgaduras atadas en la proa al lado de otro caballo negro azabache, dos caballeros de mediana edad y una joven amazona se dirigieron por cubierta en animada conversación hacia el puente de la nave situado en la popa. Encabezaba la marcha el señor Guerra, un tipo vestido de militar, con boina y cananas cruzadas sobre el pecho, muy al estilo Rambo. Detrás de él avanzaba con paso firme la señorita Peste, una resuelta chica ataviada con mono de cuero ajustado a lo Lara Croft. Cerrando la fantasmal comitiva, arrastraba los pies el señor Hambre, un tipo paliducho y de aspecto enfermizo, con pijama de clínica y una careta-bozal en la cara, a la manera de Hanníbal Lécter.
Acodado en la amura de estribor les aguardaba con el semblante huraño el señor Muerte, cadavérico y pelón, acicalado con capa negra con capucha y guadaña en ristre, a la tradicional manera del «Séptimo sello» de Bergman. Al oír llegar a sus correligionarios, Muerte se volvió hacia ellos de malos modos.
—¿Era necesario esto? —preguntó mostrando su enojo.
Guerra, Hambre y Peste se quedaron petrificados, mirando a Muerte en silencio.
—¿A qué te refieres? —se atrevió a preguntar tímidamente Hambre.
—Yo sé a qué se refiere —aseguró con fastidio Guerra.
—Sí, es un aguafiestas —garantizó Peste mientras encendía un cigarrillo.
Muerte extendió violentamente su guadaña señalando mar adentro.
—¡Me refiero a este despropósito! —dijo.
Los otros observaron en la dirección indicada por la parca. Al fondo, flotando sobre las aguas oscuras del Atlántico, se desplazaba un gigantesco islote de plásticos, grande como un mar putrefacto en el centro del océano. Hambre trató de quitarle hierro al asunto condescendiendo:
—Venga, hombre. No te pongas así. Tomemos unas copas y charlemos sobre el tema como cuatro viejos amigos…
—No nos hemos citado aquí para perder el tiempo charlando —declaró Muerte dándose media vuelta y echando a andar por el borde del puente mientras se alejaba hacia el interior del buque fantasma. Los demás le siguieron en silencio contenido.
—Se ha vuelto un blando —confesó Peste acercándose reservadamente a Guerra.
—Sí, un sentimental, lo que yo te diga —respondió el otro.
El camarote del capitán estaba en penumbra. En una mesa de reuniones, presidida por Muerte, se sentaron a su derecha Hambre, a la izquierda Guerra y, en frente, Peste. Muerte bajó su capucha e, inclinando un poco la cabeza, mostró su cráneo bañado en sudor.
—Pareces cansado —le dijo Hambre, mientras intentaba devorar un cucurucho de chocolate a través del bozal—. ¿Qué te preocupa, hombre?
—¡El horror! —susurró para sí, pasándose la mano por la calva.
—Pues yo estoy muy contento —continuó Hambre mientras sacaba unos informes que manchó de chocolate. Y dirigiéndose a los demás—: ¿Puedo quitarme la máscara?
—¡No! —respondieron al unísono Peste y Guerra mientras Hambre continuaba con su exposición.
—Este ha sido un gran año. Además del imparable avance en el Tercer Mundo, hemos conseguido lo increíble: extender nuestros dominios a la sociedad de consumo mediante la instauración del canon de belleza occidental y la talla 36.
—La desnutrición provoca una defunción impúdica —protestó Muerte—. Cuando voy a buscarlos, no hay por donde cogerlos: jovencitas anoréxicas y bulímicas, niños desnutridos con cadáveres esqueléticos… Ni si quiera se resisten. Se siente liberados.
—Pues deberías estar contento, ¿no? —se felicitaba Hambre— ¡Yo estoy muy satisfecho!
Hambre terminó por pringar todo el bozal con el helado.
Guerra, con los ojos vendados por un antifaz para dormir, limpiaba el cañón de su pistola automática con una baqueta. Al terminar, la dejó encima de la mesa y levantó un poco el antifaz para ojear unos papeles.
—Pues tus cifras no son nada comparadas con las mías. Hemos conseguido quintuplicar el número de conflictos bélicos, levantamientos militares y acciones terroristas —se acercó a Peste para susurrarle al oído, confidencialmente—: lo de la yihad fue una gran idea, muchas gracias —para continuar luego en voz alta—: Siria, República Centroafricana, Sudán, Yemen y… según mis datos, dentro de poco caerán Venezuela, Arabia Saudita ¡todo el Oriente Medio!, Corea… Desde que intervenimos en las elecciones hemos conseguido llevar a muchos fundamentalistas al poder: Putin, Trump, Maduro, Bolsonaro, Salvini… ¡El Brexit! Conseguiremos lo inimaginable: la restauración de la Guerra Fría, que como todo el mundo sabe es la más caliente de las guerras.
—Demasiados cadáveres… —declaró Muerte respirando con dificultad y tosiendo— ¡y muchos en pedazos!
—En todas las guerras hay muertos —aseguró Guerra lleno de razón.
—¡Pero no deberían ser civiles inocentes!
—Daños colaterales, hombre… Carecen de entidad.
—Antes las guerras eran un deporte de caballeros, pero ahora, con esas armas de destrucción masiva… —Muerte se colocó una mascarilla, conectada a una bombona de oxigeno, para poder respirar mejor.
—Y no te olvides —prosiguió Guerra— de las armas químicas que hemos conseguido implantar con la colaboración, aquí, de la amiga…
Guerra estampó un cariñoso ósculo en la mejilla de Peste, que no le había oído porque estaba escuchando música heavy con unos pequeños cascos sobre las orejas. Se quitó los auriculares, apagó su smartphone y sonrió mientras se entretenía pinchando preservativos.
—Pues a mí —soltó alegremente— me ha ido de vicio. ¡Ríete tú de mi prima la peste negra!
—¡Eres la mejor! —la felicitó Hambre— ¡Solo a ti se te había podido ocurrir lo de la destrucción de la capa de ozono, el calentamiento global y todas esas zarandajas!
Muerte jadeó violentamente tras su mascarilla.
—A los envenenamientos masivos, escapes radiactivos, contaminación, tabaquismo, enfermedades venéreas y sida —enumeró triunfante—, hemos añadido el ántrax por correspondencia y las armas bacteriológicas, además de extender las neumonías atípicas artificiales creadas en laboratorio.
Guerra y Hambre, puestos en pie, aplaudieron su intervención calurosamente. Muerte, bañado en sudor, respiraba cada vez con mayor dificultad, angustiado.
—Deberías ponerte al día, chico —le aconsejó Peste—. Resultas patético con esa capa y esa guadaña. ¡Te has quedado anclado en la Edad Media, tío!
—¡Pero no tienes derecho a provocar catástrofes ecológicas! —gritó con dificultad después de conseguir quitarse la mascarilla de oxígeno—. No es tu cometido. Habéis sido elegidos para hostigar a la humanidad —jadeaba penosamente a punto de ahogarse—, pero no a la Madre Naturaleza —volvió a colocarse la mascarilla y siguió hablando a través de ella—. ¡Te has extralimitado en tus funciones, Peste!
—De eso nada, monada —lanzó ella una risotada—. De todas formas, el futuro está en la incorporación de las nuevas tecnologías. Gracias a ellas proliferan los virus informáticos, los fakes, haters, trolls y, con todo ello, ha llegado la gloriosa posverdad, que les volverá locos de remate a todos y conseguirá que acaben matándose entre ellos.
Muerte contuvo la respiración unos segundos, llevándose la mano al pecho. Después, exhaló un suspiro y quedó inerte con los ojos y boca abiertos, yaciendo pálido sobre su asiento mientras un hilillo de baba se deslizaba por la comisura de sus labios.
—Coño, ¿se ha muerto? —preguntó Guerra.
—Sí —confirmó Hambre tomándole el pulso—. Pobre, ha debido ser el estrés laboral.
—¡Halloween bendito! ¿Qué vamos a hacer ahora?
Peste exhibió una sonrisita indecente.
—Pero ¿es que no os dais cuenta? —los otros dos, mudos, la miraron sin comprender—. Imaginaos un mundo lleno de guerras, hambre y peste… ¡en el que nadie se pueda morir!
Guerra y Hambre esbozan una maliciosa sonrisa, comprendiendo la paradoja.
—¡Qué maravilla!
—¡Se van a cagar!
—Venga, chicos, que tenemos mucho trabajo.
Los tres abandonaron el camarote precipitadamente dejando a Muerte muerto en la silla.
Mientras en el centro del océano el buque fantasma del Holandés Errante se hundía lentamente en el mar de plásticos, en la solitaria playa cabalgaban al borde de la orilla tierra adentro, dispuestos a destruir el mundo, tres fantasmagóricos jinetes sobre otros tantos caballos: uno blanco, otro bermejo y otro bayo. Si los ves, huye. ¡Vienen a por ti!