Hace ya unos cuantos años cayó en mis manos una edición facsímil del libro «Vida de don Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago, Secretario de Su Majestad, y Señor de la Villa de la Torre de Juan Abad» escrito por el abad don Pablo Antonio de Tarsia en el año 1663, solo veintidós años después del fallecimiento del poeta.
Se me antojó entonces que Quevedo era nuestro Cyrano de Bergerac, por época, temple, valor, gallardía, humor e ingenio. Aunque por genio —especialmente, literario— nuestro Quevedo es muy superior al personaje real que inmortalizaría en el teatro francés, dos siglos después de su muerte, el dramaturgo Edmond Rostand. Ambos, capaces del mayor romanticismo, pero a la vez diestros espadachines, pendencieros e intrigantes, y aguerridos aventureros. Y feos, muy feos los dos.
Con el tiempo he pensado que la mejor forma de llevar al cine la vida de Quevedo es realizando una película de animación tradicional, al más puro estilo Hayao Miyazaki, destinada a un público juvenil y familiar, para dar a conocer esa irrepetible época del Siglo de Oro español a las nuevas generaciones y exportar nuestra cultura al mundo entero, a través de una comedia romántica de aventuras cargada de humor e ironía. Así, leyendo a sus biógrafos Blecua, Astrana Martín o Jauralde Pou, y al propio Quevedo, pergeñé el siguiente esbozo de sinopsis provisional:
«Una tarde de Jueves Santo, a la puerta de la iglesia de san Martín, por defender a una dama de los acosos de don Luis Pacheco de Narváez, maestro de esgrima del rey, don Francisco de Quevedo, personaje ya reconocido en la corte, se bate en duelo con él. Perseguido por los soldados amigos de este, Quevedo pone tierra y mar de por medio y huye a Italia buscando la protección de su incondicional amigo el duque de Osuna que le nombra embajador en Roma .
Gracias a sus intrigas diplomáticas —y a los generosos “donativos” de su protector— Quevedo obtiene el virreinato de Nápoles para el de Osuna en detrimento del anterior virrey, el duque de Lemos, protector de su mayor rival literario don Luis de Góngora. Decididos a expandir la hegemonía española en el Mediterráneo, el duque de Osuna prepara también en secreto con Quevedo, único hombre de su confianza, la anexión de la República Serenísima de Venecia, alegando que da cobijo a los piratas turcos, enemigos naturales del comercio español en aquellos mares. Quevedo aprovechará su estancia en Roma ejerciendo también de espía para intrigar y tratar de convencer al Santo Padre de la necesidad de frenar el avance de los turcos y ganarlo así para la causa del nuevo virrey de Nápoles.
Pero el destino quiere que en Roma Quevedo se reencuentra con la mujer a la que defendió a la puerta de la iglesia de San Martín, doña Luisa de la Cerda, joven prometida del duque de Medinacelli y cuñada del de Osuna, de la que se enamorará en secreto apasionadamente. Sin embargo, avergonzado por su fealdad, no es capaz de manifestar su deseo. Por el contrario, dedicará las noches a componer los sonetos amorosos más bellos jamás escritos en lengua castellana dedicados a una imaginaria Lisi (doña Luisa). En vísperas de la boda de Lisi con el duque de Medinacelli, Quevedo —que, por no sufrir, no desea estar presente en las nupcias de su secreta enamorada— es enviado por el duque de Osuna a España con la difícil misión de sobornar a varios nobles, incluido al primer ministro Lerma, en busca de apoyos en el Consejo de Castilla que aprueben la invasión de Venecia, mientras el de Osuna se afana en Nápoles armando la flota más vasta jamás conocida desde Lepanto. Quevedo intriga en la corte comprando el voto de los nobles pero se encuentra con la fuerte oposición de don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, que ocupa el cargo de gentilhombre al servicio del príncipe heredero.
Al mismo tiempo, Quevedo se entera de la crisis personal y económica que está viviendo su admirado y ya viejo Lope de Vega, cuya agitada vida le ha sumido en la mayor de las ruinas. Quevedo reta a todos los poetas españoles a unas Justas Poéticas, destinadas a recaudar fondos para el dramaturgo, que se celebrarán en la plaza Mayor con la presencia del rey. Francisco se va batiendo en verso improvisado contra todos los poetas que se presentan al concurso y es el público el que va dictaminando con sus aplausos quién se queda y quién resulta eliminado. Poco a poco, Quevedo, con su verso ágil, fresco y jocoso, va ganando posiciones y eliminando a sus oponentes. Por fin, tan sólo quedan, mano a mano, él y Góngora. El duelo poético se recrudece, el público celebra atento las genialidades de ambos vates, pero será al final don Francisco el elegido, por aclamación, vencedor de las Justas ante el fervor de la corte y del propio Felipe III. Góngora sale derrotado y don Luis Pacheco, amigo personal del poeta cordobés, que sospecha de la secreta misión de Quevedo en España, mantiene con él un cruce de espadas detenido a tiempo por la Justicia.
Como represalia, Quevedo se gasta parte del dinero de Osuna, destinado a sobornos y prebendas, en comprar la casa donde malvive realquilado Góngora para, acto seguido, desahuciarlo y ponerlo de patitas en la calle consumando así una cruel venganza personal.
Quevedo regresa a Nápoles sin poder cumplir la misión y, junto a Osuna, conspiran para organizar un complot provocando un altercado en Venecia que justifique su invasión sin previo aviso al rey y su gobierno. En Roma, apoyado por su amiga (y secreta enamorada) Lisi, Quevedo idea un plan y parte para Venecia de incógnito con la espinosa tarea de provocar el incidente y organizar la llamada «conjura de Venecia» contratando a dos piratas turcos con la misión de dinamitar el palacio del príncipe. Pero Quevedo y Lisi son traicionados y la conjura es descubierta: los piratas son apresados y, para salvar su vida, don Francisco huye de la ciudad disfrazado de mendigo mientras se inicia una revuelta popular en contra de la monarquía española. En Francia, Richelieu ve en la conspiración una provocación directa y se alía con los protestantes del norte. Francia declara la guerra a España. Será el comienzo de la guerra de los Treinta Años.
Muerto Felipe III, le sucede en el trono Felipe IV con dieciséis años y el conde-duque de Olivares es nombrado Primer Ministro, hecho que precipita la caída del duque de Osuna, que es llamado a la corte, a la que acude con todo su séquito, incluido el duque de Medinacelli y Luisa, su esposa. Quevedo les acompaña. Olivares iniciará una investigación para esclarecer la conjura de Venecia. Quevedo, descubre que el traidor ha sido Pacheco de Narváez quien chantajea a doña Luisa amenazándola con testificar para acusarla de complicidad en la conspiración. Para proteger a su amada Lisi, Quevedo acabará inculpándose de todo y sufriendo prisión en san Marcos de León donde Lisi lo visitará a menudo. Y donde Francisco la amará hasta el final. «Polvo serán, más polvo enamorado”.»